6/23/2007

NADADORA LEE: Philip Levine, Una verdad sencilla y otros poemas. La Mirada Creadora, Santander, 2007.


La poesía norteamericana viene recibiendo en los últimos años, sobre todo por los poetas españoles más jóvenes, una recepción abierta, extensa, que provoca que haya un ensanchamiento de las tradiciones. De esta forma, la poesía española comienza a intoxicarse, derramarse, dejándose caer sobre “otras tradiciones”. Ejemplos hay muchos y si nos referimos a la poesía norteamericana el gran nombre hoy no es otro que John Ashbery. Sin embargo, sería un error quedarnos en un nombre. Ello implicaría volver los pasos hacia una tradición monolítica. Hay otros nombres muy presentes hoy: de Wallace Stevens a Louis Glück, por ejemplo, pasando por William Carlos Williams, Allen Ginsberg, A. R. Ammons, Diane Di Prima, Mark Strand o Philip Levine. Precisamente de Levine (Detroit, 1928) se acaba de editar en la editorial La mirada creadora, la primera colección importante y amplia de sus poemas bajo el título Una verdad sencilla y otros poemas. Ya anteriormente, la colección cántabra “Ultramar” había editado en 2006 algunos de estos poemas bajo el título Cuatro poemas. Aquello fue el germen de este proyecto. De la mano de la editorial cántabra y del buen hacer del traductor Eduardo López Truco aparece, pues, esta edición de un poeta poco conocido en España pero portador de una poética honda, trabajada y sugerente. Ha publicado Levine dieciséis títulos de poesía, el más reciente Breath, en 2004. Entre los reconocimientos figua el Premio Nacional de poesía en 1979 por Ashes y en 1992 por What work is, obteniendo en 1995 el Premio Pulitzer por The simple truth.
Si algo sorprende del libro que ahora se edita Una verdad sencilla, es la proximidad en el sentido espacial del término. La mayoría de los poemas hacen referencia explícita a hechos relativos a la historia de España del siglo XX. Sea como fuere, como bien indica el traductor, “resulta llamativo que este tema se haya convertido para él en una manera útil de abordar su visión del mundo y comprender su experiencia en él”. Así, desde un lenguaje coloquial y un tono elegíaco en ciertos momentos, que lo aproximan a algunos poetas de la generación del 50, van discurriendo los poemas del libro. Poemas de un raro realismo que se mueve entre Raymond Carver y Federico García Lorca, que a veces lo lanza hacia un cierto tono machadiano. Curiosamente Carver y Levine comparten ese amor literario hacia la figura de Machado. Así, hallamos en el libro poemas como “Por un duro”, donde la experiencia de una España de posguerra lo lanza a una reflexión más amplia y elevada: “Por un duro tenías una noche al resguardo. / (Un duro era una moneda de cinco pesetas / con el perfil de Franco, la narizota respingona / como si él solo hubiera recibido / el aliento de Dios. En el 65 / sólo él recibía el aliento de Dios.)” (p. 17). Presencia de la historia de España que está igualmente patente en el poema “Sobre el asesinato del teniente José del Castillo por el falangista Bravo Martínez, 12 de julio de 1936” o en “Francisco, te traeré claveles rojos”, donde escribe: “He venido una vez más aquí a ver, / en el gran cementerio / de Barcelona, tras su fortaleza, / las tumbas de mis caídos. / Dos domingueros ya mayores / nos guían al bajar la colina. / “Durruti”, dice el hombre, “estuve de su parte”. La mujer le hace callar.” (p. 43). O más allá de la historia cruda y triste de España, habla también de posibles encuentros literarios, por ejemplo en “Sobre el encuentro de García Lorca y Hart Crane”: “Los dos / genios poético vivos / se encuentran, y ¿qué pasa? Una visión / se aparece ante un hombre corriente que mira / un río asqueroso” (p. 61). Sin embargo no sólo “lo español” ocupa el libro. Recorren el libro otra serie de poemas donde desde la finura de un sólido lenguaje poético, desde un realismo plural de ciertas resonancias a Robert Lowell erige tensas reflexiones. Lo anecdótico finalmente queda trascendido. Un ejemplo importante y paradigmático es el poema titulado “El poema de la tiza”, donde el encuentro casual con un sujeto aparentemente perturbado que le habla a una tiza acaba por tornarse quizá como paradigma de todo proceso creativo. El sujeto que le habla a la tiza es quizá el alter ego de todo poeta. “De camino a la parte baja en Broadway / me topé está mañana a un tipo alto / hablándole a un trozo / de tiza que tenía en su mano derecha.” (p. 69). El poema se desarrolla a un ritmo narrativo ágil y sugerente describiendo hábilmente al extraño personaje. En el proceso descriptivo comienzan a mezclarse imágenes de suma exquisitez: “El feldespato, el calcio, conchas de ostra, / sabía qué criaturas dieron / el espinazo para ser el polvo / del tiempo aprisionado / en perfectas barritas, / conocía la tristeza de las aulas / en diciembre, cuando la luz cae / temprano y las palabras de la pizarra escapan / de su gramática y sentido” (p. 71). Y será precisamente este escaparse de su sentido lo que se le ofrezca al poeta como espacio para la escritura, para el poema. “Entonces acabó el poema, / como pasa con todos, y dejó caer / su mano izquierda abruptamente / y me ofreció su tiza. Incliné la cabeza, / sabiendo lo importante que era un regalo como este. / Escribí gracias en el aire, / donde siempre podrán oírse / bajo el rígido llanto de las conchas del mar”. (p. 73). Esta quizá sea la verdad sencilla que late tras los poemas. Un libro, pues, de una gran sugerencia de temas y escrituras, de un poeta de enorme calidad en sus imágenes y procesos, que deseo y espero comience a ser conocido más ampliamente por el público poético español. No cabe duda: este es un gran principio, una verdad sencilla.

 

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